La última alma humana que quedaba en aquella remesa era más vieja que Matusalén.
Allí estaba, quieta, parecía un árbol retorcido lleno de nudos. Me acerqué resignado hacia ella mirando alrededor de aquel paraíso desolado.
El alma me invitó a abrir la boca. De repente, se introdujo como un viento intruso deslizándose por mi esófago. Casi me atraganto. Después ya no recuerdo gran cosa. Yo allí, recién llegado, embadurnado y pegajoso, comencé a llorar. Un mundo raro.
Un cuento chiquito. Juan Carlos Tacoronte.